Monday, October 1, 2007

Sin rastros

Paula estaba acostada a mi lado, desnuda. Me daba su espalda. Su respiración lenta, pausada, me provocaba tranquilidad. Yo veía cómo dormía sin ninguna preocupación. Su espalda me atraía como un imán. Seguía sus curvas con mi mirada como si estuviera siguiendo a una montaña rusa yendo de lado a lado.

Comencé a acariciar el contorno de su cuerpo con suavidad. Su piel era suave, lisa y me erizaba el solo hecho de acariciarla. Seguí todo el recorrido de la montaña rusa hasta llegar a las caderas. Sin darme cuenta, mis dedos se perdieron en la piel. Desde mi posición, me resultaba imposible ver mi mano, algo que por cierto, era bastante extraño.

Me acerqué lentamente a su cadera sin mover mi perdida mano derecha. De más cerca el panorama no cambiaba, mi mano se perdía en la piel. Pero al acercarme aún más me di cuenta de que mi mano se encontraba dentro de su cadera. Había penetrado su piel. No había ni sangre, ni se podía ver ningún rasguño, era como una especie de bolsillo de piel.
Retire rápidamente mi mano con susto, pues no sabía qué podía haber ahí dentro. Sin embargo mi mano estaba intacta, sin ninguna marca y particularmente caliente. Paula se dio vuelta y abrió los ojos. Al darse vuelta, pude ver que simétricamente ubicada del otro lado se encontraba exactamente la misma abertura. No me pude contener.

- ¿Qué es eso en tus caderas?

Ella quedó tan asustada como yo. Aunque confesó no sentir dolor alguno. Exploramos durante un buen rato sus bolsillos. Eran tan suaves y tiernos como el resto de su piel. Pero parecían tener poco profundidad. Decidimos ir al doctor a primera hora de la mañana.

La primera luz del sol se asomó a las seis y cincuenta, pero no me molestó porque yo ya estaba despierto. No había podido dormir nada. Paula despertó mucho después. Parecía que no recordaba nada de lo de ayer de noche. Pero apenas levantó su cuerpo revisó instintivamente sus bolsillos de piel. Habían crecido. Más bien parecían más profundos que la noche anterior. Se asemejaban aún más a un par de bolsillos. Paula exploró durante varios segundos sus amplios bolsillos con cara pensativa, moviendo sus ojos de lado a lado, hasta que vi que su expresión se paralizó.

Sacó la mano izquierda primero y después, muy lentamente, la derecha. La extendió. En su palma se encontraba un pequeño papelito azul que decía: “Ir al médico”.

Asistimos a la primera hora del médico de Paula. Concluyó que lo que tenía Paula era un “importante desplazamiento de epidermis”, y le recomendó una crema especial (que nunca usó) y unas pastillas para el dolor (que nunca tuvo). Sobre la nota no supo qué decir. “Quizá ella la dejó ahí”, bromeó. Nadie rió. Dejé a Paula en casa y fui al trabajo. Ella se tomo el día libre.

Al otro día me fui temprano a trabajar y llegué tarde a casa. Paula ya estaba dormida. Fui a vaciar el cenicero después de un par de cigarrillos y al levantar la tapa de la basura pude ver que en su interior se encontraban un montón de papelitos azules. Los levanté todos y pude comprobar que tenían el mismo tamaño y letra que el primer papel que había encontrado Paula en su bolsillo de piel. Pero en cada uno había escrito una cosa diferente. “Ir a trabajar”. “Terminar el proyecto”. “Visitar a Juan”. “Comprar cena”.

La noche siguiente interrogué a Paula. Me contó que las notas habían aparecido de repente, y le hacían recordar todas las cosas que debían hacer. Cada vez que terminaba de hacer algo, sólo tenía que explorar sus bolsillos de piel y una nueva nota aparecía y le decía qué hacer.

Su vida, o la nuestra, se hizo dependiente de esas notas. No se hacía nada sin antes consultar sus bolsillos de piel. Hace un año nos mudamos a un nuevo apartamento. También cambiamos todos los muebles y hasta compramos un perro. En seis meses cambió dos veces de empleo. Y hasta en nuestras últimas vacaciones consultamos a las notas (tuvimos que ir al Caribe porque las notas lo decían).

El tiempo pasó y a pesar de todo seguí amando a Paula. Seguía hipnotizado con sus curvas. Y me excitaba pasar mis manos por sus bolsillos de piel, por más que cada vez que encontraba una nota ella me prohibía leerla.

Ya en invierno, dejaba mis manos en sus bolsillos de piel. El calor que recibía era acogedor y eran una perfecta calefacción humana. Ella también disfrutaba cuando dejaba mis manos ahí.

Paula se levantó, como todas las mañanas, antes que yo. No pude saber qué hacía porque estaba muy dormido. Después de un rato se acercó a la mesa de luz. Pude ver que dejaba una nota azul al lado del despertador. Jamás volvimos a dormir juntos.

1 comment:

eresfea said...

Paula, la marsupial.
Bienbienbien...