Cuando mamá murió, mi padre hizo todo lo posible por mantenernos a flote a mí y a mi hermana Anne. Pasamos tiempos difíciles. Hipoteca, rentas atrasadas y todos esos líos. Nunca vi caer una sola lágrima de los ojos de mi padre. Pero las cosas mejoraron y el viejo consiguió una casa sobre el lago Bulrmont en la ciudad con el mismo nombre. Los veranos eran cálidos y aburridos ya que éramos los únicos que nos quedábamos en el pueblo porque mi padre no se tomaba vacaciones. Con Anne nos llevábamos bien (yo soy dos años mayor). No éramos tal para cual. Pero nos queríamos.
El invierno de mi decimoquinto cumpleaños mi padre me regaló un par de patines de hielo para estrenar en el lago que se petrificaba apenas comenzaba la estación. Por supuesto mi hermana también tuvo su par. Nunca antes habíamos patinado pero el solo hecho de tener algo que hacer nos alegró el día.
Los dos entramos al lago de la mano. Luego de un par de minutos de caídas involuntarias conseguimos soltarnos. Mis movimientos eran torpes, como si siempre buscara algo donde sostenerme. Anne lo hacía de maravilla. Luego de una hora, conseguí trasladarme sin problemas por la pista. Avancé hasta lo profundo del lago. Siempre me pregunté qué diablos habría en él. No tenía ni idea de si había peces u otros animales. Me sentía Jesús dando mis pasos por el agua y diciendo a los demás, “vieron, soy el mesías”.
Mi aventuras terminaron cuando un grito de Anne erizó mi piel (ni el frío lo había hecho). Volteé para ver dónde estaba y la vi hundirse en el hielo a unos cuantos metros de mí. Intenté ir a ella pero apenas tomé velocidad tambaleé y me arrastré por la pista. Me sangraba el labio. Una sangre oscura que dejó huellas en el trozo de hielo donde había frenado. Levanté la mirada y vi a mi padre zambullirse de cabeza en el hielo. Desapareció unos instantes y volvió con Anne. Me saqué los patines y corrí descalzo. Ella estaba pálida. Su labios eran de un violeta fuerte y tenía el pelo con escarcha. Mi padre obró silenciosamente. Le golpeó el pecho un par de veces y le hizo boca a boca. El minuto más largo de mi vida terminó cuando Anne escupió en el hombro de mi padre un par de hielos. Ella dijo lo siento entre sollozos y mi padre la abrazó. Los tres nos abrazamos. Y lloramos juntos. Y las lágrimas
no se congelaron.
Puede que si Anne no se hubiera perdido en el agua helada ninguno de nosotros hubiera entendido de qué se trata todo esto. Circulando como por una pista de hielo. Dando círculos peligrosos los más osados. En línea recta los más precavidos. Otros deslizándose sin mirar al suelo ignorando todo lo que sucede a su alrededor. Algunos hasta moviéndose hacia atrás… ¿Hemos hecho todo lo posible por sonreír cuando nuestros padres nos dejan ir por el hielo solos? Acaso ellos nos devuelven la sonrisa… Daremos mil piruetas en el aire o simplemente admiremos el paisaje; y tropezaremos. Quizás sea eso lo que divide a la vida de la muerte: una fina capa de hielo.
4 comments:
Mándame, por favor, un correo electrónico a la dirección de la UM desde el correo electrónico que tengas ahora. Te quiero contar tres cosas.
Aquí hay un cuento excelente.
Sí.Espléndido.
Admirable blog. Lo encontré de casualidad y me ha mantenido unas horas pegada a la pantalla je.
Nice! No puedo decir más nada, el cuento lo expresa solo.
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