Un ensayo que presentó hace unas semanas el ex académico Lucas von Vandren (no me parece pertinente traer a colación las razones de su expulsión de la academia) sacudió nuevamente el ámbito erudito de las letras.
Von Vandren, quién sabe si por rencor o por odio a sus colegas (o ex colegas, reitero, no quiero caminar caminos escabrosos), había publicado varios ensayos y dictado decenas de conferencias dinamitando la Real Academia. En estas últimas semanas se había convertido en un divulgador de intimidades escandalosas que chocaban directamente a miembros prestigiosos. Desde peleas entre el catedrático de la letra S y Z. A luchas burocráticas entre el de la H con el de la G. Incluso peleas de poder entre el de la A y la B (supongo que éstas dos últimas se referían a un tema de jerarquía). Me llegó de buena fuente que hasta reveló un escándalo sexual que involucraba a los académicos de la L y U (el prefería señalar “l” minúscula).
Pero en este último ensayo, y para sorpresa de muchos, Von Vandren, lejos de ese rencor que le había hecho despotricar contra sus colegas (o ex colegas), se limitó a una exposición teórica que nada tenía que ver con sus últimas afirmaciones. Sus notas, desordenadas como siempre, arremetían contra letra Q. Páginas y páginas dedicadas simplemente a hundir a la letra y a lo que, según Von Vandren, “todo lo escaso que ésta representa”. Las últimas líneas del ensayo eran claras: “la letra Q no ha ganado nada en los últimos siglos. Su forma y función en nuestra legua es tan primitiva y simple que me tienta la idea de pensar que su lugar en el alfabeto debería ser cambiado. ¿Acaso esta letra ha conseguido más que la W o la Z? Claro que no. No me desagradaría pensar que ese es el lugar natural de la letra, al final del alfabeto”.
Muchos no descartan que estas afirmaciones siguen la línea de ataques rencorosos que pronunció el ex catedrático últimamente. Posiblemente alguna venganza política o una escena de celos con la académica de la letra Q.
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