Arrodillado frente a la pared, húmedo hasta el último dedo, había cometido un error que le podía costar su vida. Al picar el concreto se encontró con un caño que estalló en su cara haciendo mares el cuarto.
Con la cara empapada más con sus lágrimas que con el agua que le había bañado, afrontó la amarga tarea de comunicar su error. La dueña de casa lo miró. El silencio de ella fue un martirio para él. De repente, casi de la nada, la dueña se empezó a reír. Una carcajada tan fuerte que hasta él no puedo evitar sonrojarse.
Todo quedó ahí. Al otro día volvió tranquilo, con un dejo vergüenza por haberse sentido así y con un agradecimiento eterno aquella dueña y a su reacción. Había sido todo lo que él necesitaba para sentirse mejor después de semejante tragedia.
Terminó el trabajo antes de los esperado. Vio que la señora le había dejado su paga sobre la mesa, y se fue, sin tomar un solo peso.
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