
De repente, un surco de sangre se marcó en la nieve. Anne dejó de gritar. Su padre no había llegado a tiempo y la maquina que la remolcaba colina arriba para poder esquiar le cortó el cuello.
Sentí el viento correr como nunca por mi cara. Una sensación imponente de libertad corrió por mi cuerpo. Me di cuenta de qué libre era Anne. Que su muerte no fue más que una liberación no sólo para ella, sino también para sus infortunados padres que no tenían ni idea de hacer con ella.
Desperté en mi cama. Una fría gota de sudor corría por mi cara. Y a mi lado, en la mesa de luz, el libro Relatos I, de John Cheever.
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