Dorio estaba tirado. Pensando casi en nada, pero al mismo tiempo en todo. Se preguntaba cómo había llegado al apartamento. ¿Qué eran esas figuras extrañas que le hablaban en una lengua extrañan y que no podía entender? ¿Por qué debía obedecer sus órdenes –más allá de que, si no lo hacía, recibía un castigo-? ¿Había alguien igual que él? ¿Él era único? Y en caso de serlo, ¿por qué no era él el que mandaba? ¿El apartamento es todo lo que hay para ver?
Pasaron dos años. En ese tiempo aprendió que tenía que hacer sus necesidades en la terraza –a fuerza de gesticulaciones y gritos de los que mandaban-. También comía en la terraza, algo que no le preocupaba mucho. Lo que sí no entendía era de dónde salía la comida que le daban esos seres tan extraños al que ya se acostumbraba a obedecer. Se dio cuenta de que eso se tenía que comer porque era lo único que podía comer sin ser reprimido. Los demás objetos de la casa no podían morderse ni comerse sin que los que mandaban le griten.
Pero después de dos años, Dorio salió del apartamento. No entendía mucho para qué ni por qué, pero le excitaba el hecho de abandonar las paredes blancas. Salió a un cuarto estrecho y oscuro. Lo llevaba uno de los que mandaba.
Continúa...
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