Jamás sentí tantas ganas de abandonar la cama. No era incomodidad. Simplemente quería salir. Me senté en la plaza frente al hostal (una de las cuarenta que tiene Cusco) y vi la gente pasar hasta pasada las ocho. Después, sin razón alguna, volví a la cama.
Todos despiertan temprano. Cargamos cámaras, abrigo, botas, dinero y… a recorrer Cusco. Un circuito que me tiene sin cuidado... Primero, toda la parte histórica de Cusco (es decir, todos los edificios de los incas que los españoles arruinaron edificando encima construcciones de estilo clásico); segundo, ruinas a las afueras de Cusco.
Siempre que subo a esos micros me siento como un idiota al que le tienen que explicar todo y, en cierto modo, eso es una definición bastante aproximada de lo que es un turista. Otra de las cosas que me llama la atención de los turistas es la ropa. Camisas largas coloridas, pantalones desajustados, cámara al pecho, gorro ridículo y botas. Yo no estaba tan lejos...
Terminamos el día en las ruinas. Siempre nos recorren las mismas preguntas por la cabeza: ¿cómo habrán hecho esto sin tecnología? ¿esta gente sí que la tenía clara o fueron los extraterrestres? ¿a qué hora termina el circuito?
Para cuando llegamos a la última ruina ya estoy demasiado cansado para sacar fotos. El recorrido termina en una especie de fuente que conecta un canal antiguo con otro canal antiguo. Al parecer a los Incas le gustaba el tema de la ingeniería.
Cae el sol y como en todo el viaje, cuando no hay sol, hace mucho frío. Con veinte pesos en mi bolsillo, y tiritando de frío, decido comprar un buzo. Treinta y cinco soles. Veinte, tengo veinte. Treinta, amigo. Veinte, no me queda más. Vamos, treinta. Le doy la espalda a la chica que me toma del brazo y acepta el dinero. Muchos se quejan de mi actitud a la vuelta. Yo no me arrepentí por dos cosas: no tenía más dinero, y además, les aseguro, ella ya tendría oportunidad de timar a otro gringo.
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